‘El Baile de los 41’, ahora en Netflix:los orígenes de nuestro imposible refinamiento

Por Wenceslao Bruciaga

En noviembre del año pasado escribí esto apenas la función terminó y abandoné la sala:

A pesar de las imprecisiones históricas (es una película de ficción, no un documental) y tener todos los valores de producción del cine comercial, acentuado por la opulencia del cine de época, El baile de los 41 funciona como lectura del pasado que nos permite entender de dónde venimos los jotos aztecas. Y si hacemos caso a las notas de Miguel Capistrán en el libro México se escribe con J, donde sugiere que El baile de los 41 “constituye en gran medida nuestro Stonewall”, debemos aceptar que nuestro pasado de visibilidad surge de un rincón extremadamente burgués. Y que estamos jodidos.

La gran diferencia del “mito fundacional de la homosexualidad –bisexualidad y transgénero– en la Ciudad de México”, como describe Alonso Hernández al Baile de los 41con Stonewall, es que este último tuvo un carácter incendiario, alimentado de chingadazos que aprendes en el pavimento proletario. Los disturbios de Stonewall no solo originaron movimientos de activismo de explícita carga homosexual. Inspiraron al rock a sobrepasarse a sí mismo, como lo cuenta Sylvain Sylvain en sus memorias There’s No Bones in Ice Cream, que a la vez es la historia de los New York Dolls. Hombres que adelantaron el impúdico glamour drag sobre una fisonomía de rock and roll llano, que sin embargo por su velocidad y gritos callejeros, sirvieron de impulso protopunk. Stonewall dotó de valentía andróginas a artistas salvajes como los Stooges o Alice Cooper.

El Baile de los 41, en cambio, dejó una aburrida estela de refinamiento. Desde entonces, la aristocracia ha sido inherente al imaginario gay nacional. El otro punto de inflexión en la historia de la visibilidad gay mexicana después de los 41 estuvo a cargo de Los Contemporáneos, con Salvador Novo reivindicando la pose del gay afeminado pero erudito, blindado de la salvajada machista gracias a su clase burguesa y cercanía con el poder político. Lo avala Carlos Monsiváis en su crónica Los 41 y la gran redada: “¿Qué se conoce de la vida homosexual en México antes del escándalo social y policiaco del Baile de los 41? Desde la perspectiva gay, solo se dispone del testimonio del escritor Salvador Novo (1904-1974) en sus memorias sexuales, La estatua de sal, escritas en 1944 o 1945…”.

Eso explica muchos de los complejos que siguen atormentado a los gays mexicanos del futuro: la codependencia a la integración social o el pavor a la marginación, el consumismo como parámetro de inclusión, la incapacidad de generar contracultura, la evasión de una realidad sobre todo cuando ésta es desagradable. O la debilidad por mandar las tradiciones a la chingada. De ahí la gran obsesión por defender el matrimonio igualitario como hueso en una perrera. Porque los gays del siglo XXI estamos orgullosos de nuestras raíces que nos dieron visibilidad. Tan orgullosos, que seguimos reproduciendo la misma dinámica de hipocresía social que los 41 arrestados en 1901. Como los homosexuales que se siguen avergonzando de sus escapadas a infames clubes de sexo. También por eso el cine de Julián Hernández pasa casi desapercibido por el público gay nacional: su cine es radical, insubordinado con las lógicas gays heredadas del mítico Baile de los 41.

Seis meses después

Pienso en que al menos la función a la que acudí, todos los asientos fueron ocupados por hombres que salivaban con las escenas softporn abundantes en bigotes hípster. Casi podía escuchar sus plegarias al final de la eyaculada. Es prácticamente imposible no caer en el morbo de ver a un ex RBD flanqueando escenas de erotismo seudoexplícito. Dicho esto como un cualidad imprecisa.

Sin embargo, ahora que el filme de David Pablos ha sido colgada en una plataforma con descomunal alcance de audiencias como lo es Netflix, podemos ver mas allá de nuestras narices rosas. Por ejemplo, que lejos de seudoconcientizar sobre la homofobia, la actualiza. En la publicidad de las redes sociales abundaron las opiniones de bugas quejándose amargamente de lo inútil de las escenas entre hombres. Abundaron los comentarios en los que opiniones bugas se quejan amargamente de lo inútil de las escenas entre hombres. Según ellos, estorban y solo roba atención de la historia o de la complejidad de los personajes o el contexto histórico. Cualquier elemento debería ser más importante que gays siendo gays en una película de gays.

Según los índices de esa audiencia, nuestra homosexualidad solo está permitida en la pantalla si salimos parodiando estereotipos certificados como el matrimonio gay de Modern family o cualquier título de Ryan Murphy.

Una vez rebasado el entusiasmo gay, me queda claro que el verdadero efecto de El Baile de los 41 está involuntariamente fuera de su arco narrativo. Si como decía Carlos Monsiváis en el texto La gran redada, publicado en La Jornada en 2001: “La Gran Redada le inventa a los gays de México un pasado que es, en síntesis, la negociación con el presente”, la película de David Pablos demuesra que la negociación no ha terminado. Lo que es peor. Si las epopeyas de de ese baile es el punto cero en el tema de la visibilidad gay, estamos jodidos. Todas las versiones históricas apuntan a que Ignacio de la Torre y Mier era un closetero caliente y corrompido por sus lógicas de ascenso político.

Ahí está. El hecho de que entre las discusiones sobre la precisión bibliográfica, el romance manipulador entre Ignacio y Evaristo y la terrible homofobia institucional al final de la película, pase desapercibido que el personaje de Ignacio de la Torre y Mier, al menos en la dimensión de la película, es un corrupto. El tatarabuelo del clásico político mexicano que reivindica el clóset como sacrificio que no obstaculice su ambición. De la misoginia voluntaria que implica asumir convenciones sociales como casarse. La farsa familiar y la frustración sexual al servicio del outfit político. O del activista que detrás de su consigna esconde torpemente su hambre de hueso partidista. “Lo único que hacen los políticos es lavarte el cerebro”, gritaba el grupo de hardcore vasco Negu Gorriak.

Representación que existe hasta nuestros días.

Varios lustros atrás recuerdo un personaje silencioso que asistía con libidinosa regularidad a ciertas orgías en un barrio adinerado al poniente del entonces DF. Las liosas decían que eran un alto funcionario. Con ese típico bigotillo recortado en un punto medio entre Plutarco Elías Calles y Miguel Alemán Valdés. El cabello tieso de gel. Decían que estaba casado. Con más de dos hijos. La verdad nunca supe si era verdad todo lo que decían a sus espaldas no tan anchas. Pero la leyenda urbana del político mexicano irrigando doble moral seguía tan vigente y venenosa como en los tiempos del suegro de Porfirio Díaz.

Post Author: anodis