Por Roberto Zedillo @soykul
Llevamos diez semanas del año y la transfobia en México no cesa. Muy por el contrario, parece aumentar: tan solo en estos tres meses, ha protagonizado supuestas columnas de ‘opinión’, consignas de liderazgos políticos y discusiones presenciales, mediáticas y virtuales. Sus manifestaciones han llegado incluso a documentadas agresiones físicas e intentos (a veces exitosos) de asesinato.
Ante dicha realidad a todas luces alarmante, la pregunta es: ¿dónde está el gobierno? Tanto a nivel federal como a nivel estatal —y en algunos casos, a nivel municipal incluso— existen mandatos explícitos: normas nacionales e internacionales que prohíben todo tipo de discriminación, leyes secundarias que generan obligaciones para el Estado. Sin embargo, a pesar de las condiciones presentes, no parece existir una estrategia sustantiva que atienda dichos mandatos.
Reitero lo que antes he señalado en este espacio: las promesas en la materia han sido muchas. A nivel federal, por ejemplo, el mismo Presidente ha asegurado que su gobierno representaría a personas “de todas las orientaciones sexuales e identidades de género”. Hace un par de años, por iniciativa del Conapred, la Secretaría de Gobernación comprometió acciones de sensibilización, capacitación, campañas e incidencia legislativa en temas que irían desde la inclusión laboral y el combate al bullying hasta el reconocimiento de la identidad de género y la tipificación de los crímenes de odio. Al día de hoy, programas elaborados por Inmujeres, Gobernación y Conapred ordenan acciones articuladas en este sinfín de materias.
A pesar de ello, la transfobia persiste y cobra vidas. No es metafórico: es real —y va más allá del asesinato. La calidad y esperanza de vida está en riesgo cada vez que una persona trans no puede completar su educación, asegurar un sustento digno o acudir a consultas médicas por ser quien es. Otra arista es el suicidio. En la Encuesta sobre Discriminación por motivos de Orientación Sexual e Identidad de Género 2018, ante los prejuicios y la exclusión sistemática (que hoy se manifiesta incluso en acoso vía redes sociales), 58% de las mujeres trans manifestó haber pensado alguna vez en interrumpir su vida. La cifra aumenta a 73% (¡casi tres de cada cuatro!) entre hombres trans, y a 72% entre quienes manifiestan otra identidad de género no normativa.
Frente el vacío que deja el Estado, las propias personas trans, no binarias y de otras identidades no normativas han debido articular la lucha contra el estigma. Han buscado visibilizar, sensibilizar, capacitar e incidir través de redes sociales, de contenidos digitales, de organizaciones, espacios, encuestas, estudios y consultorías, en empleos y negocios, en foros nacionales, regionales y globales. He ahí otro legado de las omisiones por parte de las autoridades: la carga de suplirlas, de trabajar sin (incluso contra) ellas.
Aun así, no hay manera de contrarrestar la transfobia sin un esfuerzo articulado entre los diferentes poderes y órdenes de gobierno. Las acciones deben ser robustas e ir más allá de las manifestaciones más graves —en otras palabras, más allá de la atención que, en todo caso, ni siquiera se garantiza hoy ante los crímenes de odio. Es necesario destinar recursos sustanciales a la raíz: erradicar prejuicios, cambiar mentalidades y desmantelar las barreras cotidianas que impiden el ejercicio de derechos en todos los ámbitos de la vida social.
Sobre el autor:
Roberto Zedillo Ortega (@soykul) es especialista en diversidad, igualdad y no discriminación. Ha asesorado diversos esfuerzos para la inclusión en instituciones públicas, y tiene experiencia en consultoría privada, investigación y docencia. Cuenta con una licenciatura en ciencia política y relaciones internacionales por el CIDE, así como con una maestría en sociología por la Universidad de Cambridge. Ha publicado varios libros, artículos y textos de difusión acerca de la discriminación. Su obra más reciente es el informe Cohesión social: hacia una política pública de integración de personas en situación de movilidad en México (CIDE, 2020), que coordinó con Alexandra Haas Paciuc y Elena Sánchez-Montijano.