Por Roberto Zedillo Ortega (@soykul)
Este 16 de enero, tras un desvelo de fin de semana, desperté a mediodía con la noticia del ataque a Natalia Lane. Ella: mujer trans, trabajadora sexual, activista indescriptiblemente admirable. Nuestro país: discriminador, odiante, decididamente asesino.
A la par de Natalia, innumerables personas LGBTI y/o trabajadoras sexuales enfrentamos cada día discursos estigmatizantes, vulneraciones de derechos humanos y agresiones abiertamente violentas. Como he señalado antes en este espacio, el rechazo social, las “bromas” deshumanizantes, las “microagresiones” y la exclusión sistemática son parte de lo cotidiano para la diversidad en México. Todos estos fenómenos sirven de base para los crímenes de odio que vemos casi a diario en el país.
Por supuesto, las consecuencias de esta situación afectan más a quienes se encuentran en condiciones más vulnerables. Sin embargo, quienes formamos parte de las disidencias compartimos un mismo rasgo: nuestra existencia le queda enorme al Estado mexicano. Le queda enorme porque apenas este año logrará siquiera contarnos. Porque (a pesar de mil y un diagnósticos) sus políticas contra la discriminación son aún marcadamente débiles. Porque las instituciones cruciales para la inclusión a duras penas reciben presupuesto y, como en el caso del Conapred, pueden pasar casi dos años sin titular.
Así pues, la respuesta del Estado ante la exclusión y el odio es insuficiente; además, casi siempre se ve igual. Si es que se logra una reacción oficial, hechos como el ataque a Natalia derivan usualmente en pronunciamientos condenatorios, mensajes genéricos en redes sociales, y el compromiso de investigar “por instrucciones de” alguna autoridad. Las cuestiones relevantes son las siguientes: ¿Dónde está el fortalecimiento real de las políticas antidiscriminatorias, tanto federal como locales? ¿Cuáles son las acciones para robustecer, más allá del lento avance legislativo, la protección a las personas LGBTI y trabajadoras sexuales? ¿Cuándo veremos estrategias decididas, con fondos públicos suficientes, para impulsar un verdadero cambio cultural y combatir los discursos anti-derechos y los prejuicios? De eso, las altas autoridades en los poderes ejecutivos (federal y locales) no dicen gran cosa. En todo caso, se lo dejan a la sociedad civil.
Tener esta realidad en frente genera terror, impotencia, rabia. Personalmente, levantarme a diario con noticias de ataques, agresiones e insultos a la diversidad sexual y de género me ocasiona una ansiedad colosal. Hay veces que hasta prefiero no enterarme. Sin embargo, cerrar los ojos y mantener el silencio no es opción.
Que quede claro: es deber del Estado afrontar la discriminación y el odio de frente. Es deber del Estado destinarle personal público y dinero. Es deber del Estado involucrar a todas las dependencias en una política antidiscriminatoria transversal. Es deber del Estado articularse con las organizaciones civiles. Es deber del Estado dejar de ser omiso.
Sobra decir que, en este caso concreto, es indispensable garantizar #JusticiaParaNatalia. Pero además, es urgente que las autoridades no reaccionen solamente a las manifestaciones más extremas de la discriminación. Atender e investigar la violencia es síntoma de que llegamos demasiado tarde. El verdadero reto está en prevenir, sensibilizar y erradicar el problema de raíz.
Roberto Zedillo Ortega (@soykul) es especialista en igualdad y no discriminación. Cuenta con una licenciatura en ciencia política y relaciones internacionales por el CIDE, así como con una maestría en sociología por la Universidad de Cambridge. Ha asesorado la conformación de esfuerzos para la inclusión en diversas instituciones. Tiene experiencia en consultoría, investigación y docencia, así como varios libros, artículos y textos de difusión acerca de la discriminación. Su publicación más reciente es el informe Cohesión social: hacia una política pública de integración de personas en situación de movilidad en México (CIDE, 2020), que coordinó con Alexandra Haas Paciuc y Elena Sánchez-Montijano.