Por Antonio Marquet
Sobre la novela El hijo del hombre de Jean Baptiste Del Amo.
Les Roches es un lugar que no aparece en los mapas. Es de difícil acceso, poco conocido, al margen de los caminos. Sin embargo, en la novela de Del Amo, El hijo del hombre todo conduce hacia ese sitio fuertemente investido.
Primeramente, el Padre (el fundador), viudo e inválido decide exiliarse allí para que nadie sea testigo de su invalidez. Luego es un refugio para el Padre (hijo del primero) un exconvicto, granja apartada donde se puede comenzar una nueva vida, en especial quien sale de la cárcel tras purgar una pena por traficar con autos. Les Roches es ciertamente un lugar de esperanza. Un sitio agreste, con algunas pinceladas de bucólico, en donde se puede soñar con reiniciar desde cero. En inventar una nueva forma de vida, apartada de una sociedad que está fuertemente marcada por vicios, desde la perspectiva, entre pasional y enfermiza, integrista del Padre.
Pero es una granja que, a pesar del empeño y del esfuerzo, no produce nada. La huerta no engendra sino desilusión: el copioso sudor ha sido estéril.
Es un huerto infecundo. A pesar del enorme esfuerzo, de la voluntad, de la energía que invierte el Padre, no se da ni una lechuga. La misma naturaleza se rehúsa a ser cómplice de un Padre tan empecinado, pasional, brutal, intransigente, inflexible. Tan macho, a fin de cuentas.
Es un espacio de incomunicación, del miedo y ruminación; de heridas que nunca cerrarán. El Padre callará el resentimiento a su propio Padre, a su mujer infiel y a su amigo, que no sería sino un gran traidor en todos los aspectos: soplón y amante de su mujer, mientras estuvo purgando su pena.
Les Roches es una trampa de donde no puede salir la madre ni el hijo, ni el Padre que una vez fue hijo.
¿De dónde proviene la fuerza que los engancha?
Ciertamente de la fuerza de un duelo interminable, intramitable. De pronto, la soledad, los años y la invalidez caen sobre el Padre quien compra ese sitio para aislarse, para no permitir que lo vean inválido. Es el padre digno, fuerte, autónomo, bestia herida.
Tres generaciones son convocadas a Les Roches. Tres generaciones que son trituradas (¿excepto la recién nacida?). De eso va El hijo del hombre de la falta de esperanza, de la inutilidad y bancarrota del trabajo y el esfuerzo, de la imposibilidad de refundarse, de la futilidad de dar un golpe de timón que ofrezca otro horizonte.
A la postre, El hijo del hombre es una novela pesimista, negra, desoladora. El lector quizá había imaginado que Les Roches ofrecerían otros panoramas, aprendizajes, retos. Se vuelve una cárcel a cielo abierto, sin muros: nadie escapa de ella, a pesar de al menos dos tentativas desesperadas.
Es un sepulcro siniestro. Es un vertedero de podredumbre, de grandes moscas atraídas por un cadaver insepulto.
Es una ruina que va a mayor ruina. Se mantiene en ese estado a pesar del enorme y sostenido esfuerzo del Padre.
Es el sitio del silencio.
Les Roches no resulta ser el arca de Noé. Por el contrario, es el sitio de la carroña, de la podredumbre donde no prospera ninguna alianza.
Fue el Padre del Padre quien compró la granja en esas soledades apartadas. Fue allí donde terminó sus días, de la manera más inhumana: solo, carcomido por el dolor, el cáncer y las fieras del monte…. Animales salvajes destrozan el cadáver. Es el hijo quien tiene que identificarlo a partir del pedazo del rostro que no fue devorado por los animales del bosque.
Una pistola que, a la postre, no sirve para nada. Porque el parricidio hubiera sido menos terrible que el sometimiento final a ese padre lunático. Al menos hubiera sido un acto de vitalidad, de empoderamiento, de dignidad.
Parecería que no hay lugar al cual huir, con el cual soñar. Ni la sociedad ni ese refugio apartado permite una opción nueva. Simplemente porque no hay vida nueva posible.
¿Lectura para una salida de pandemia; para un final de confinamiento?