Cada mes de junio, millones de personas LGBTIQ+ en México y el mundo salen a las calles para marchar con orgullo. No lo hacemos por moda, por espectáculo ni por turismo. Lo hacemos por memoria, por dignidad, por rabia acumulada y esperanza colectiva. El orgullo es político. El orgullo es protesta. El orgullo no se vende.
Este 2025 nos enfrenta a una realidad cada vez más evidente: la apropiación institucional y empresarial del orgullo LGBT+. En distintas ciudades, vemos cómo gobiernos, partidos y empresas se colocan al frente de celebraciones que no construyeron, desplazando a los colectivos que las han sostenido con años de trabajo, cuidado y resistencia.
En Guadalajara, la organización comunitaria logró frenar la privatización de los espacios públicos y el intento de lucrar con una historia que no pertenece a los negocios. En Sayulita, el gobierno municipal invisibilizó a quienes realizaron el primer Pride en 2024, y convirtió una marcha política en un espectáculo turístico. En Puerto Vallarta, el protagonismo empresarial borró las causas y entregó el discurso del orgullo al gobierno estatal. En Tlalnepantla, los colectivos fueron ignorados por la administración local, en un acto de exclusión institucional.
Y aún en la Ciudad de México, donde se celebra una de las marchas más numerosas de América Latina, preocupa el creciente uso político del evento sin acompañarlo de una escucha real ni acciones concretas que respondan a las demandas históricas del movimiento.
No se trata de cerrar espacios. Se trata de no olvidar de dónde venimos ni por qué estamos aquí.
Las marchas del orgullo existen gracias a las luchas de quienes no tenían dónde marchar. Personas trans expulsadas de sus hogares. Lesbianas silenciadas por el feminismo institucional. Activistas asesinados. Jóvenes echados de sus casas. Migrantes rechazados. Las luchas de ayer siguen siendo urgentes hoy.
Cuando los reflectores deslumbran pero no iluminan, cuando las banderas ondean solo en campaña, cuando los micrófonos no escuchan, el riesgo es que el orgullo se vacíe de su sentido más profundo.
Desde Anodis, acompañamos el llamado de tantas voces que hoy recuperan la historia del orgullo como memoria viva, como acto de resistencia y como afirmación radical de nuestras identidades, nuestras luchas y nuestros cuerpos.
No para expulsar a nadie, sino para recordar que el centro del orgullo no son los escenarios ni las marcas, sino las personas que siguen marchando porque todavía no todo está ganado.
Frente a la apropiación, toca regresar al origen. Volver a mirarnos, a cuidarnos, a organizarnos. A defender los espacios que hemos conquistado y abrir otros nuevos. Porque el orgullo que no incomoda, que no exige justicia, que no transforma, no es orgullo: es mercancía.
Y nuestras vidas no están en venta.