Por Ángela Molina
Se publican en castellano las ‘Confesiones inconfesas’ de una de las artistas más complejas y transgresoras del siglo XX, un autorretrato artificioso y a la vez verdadero
En la vida de Claude Cahun (Nantes, 1894-Isla de Jersey, 1954) hubo rasgos peculiares difíciles de encontrar en sentido normativo, por mucho que las singularidades que representara a lo largo de su vida sean hoy, al menos artística y literariamente, accesibles (incluso hasta el punto del tedio). La distinción inicial de la autora más transgresora y compleja del surrealismo (la única, en verdad, pues Lee Miller nunca deseó esa etiqueta y Dora Maar tuvo una carrera, digamos, breve) fue su carrera sin tregua entre su alma y ella misma, dos partes de una misma naturaleza, como la de un cuerpo pegado a un caparazón que se desliza por una página en blanco y donde el me/moi es la máscara, un inventario mudable, una mise-en-scène de soi —incluso si ese soi ya es libre— humillado ante lo que no puede saberse. El yo violado por el alma una y otra vez en nombre del arte y su claudicación final frente al espejo: “Me veo, luego existo”.
Si tomáramos prestadas alguna de las cualidades de esta creadora, nacida Lucy Renée Mathilde Schwob en el seno de una prominente familia burguesa de ascendencia judía y aconfesional (su tío fue el escritor Marcel Schwob), la más trascendental sería su idea de la identidad y el juego con el propio cuerpo, lo que pondrá de magnífico humor a quienes son capaces de reconocer estos asuntos en un paseo por cualquier colección de arte actual, donde casi siempre están Frida Kahlo, contemporánea de Cahun, y Cindy Sherman, la primera porque siempre vivió rodeada de espejos, autorretratándose con su bigote natural y su gaviota en el entrecejo, quebrada o troceada, como en un fotomontaje; y la segunda, por ser su heredera confesa, y aunque no siempre está propiamente en sus fotos, Cahun sí.
Hasta aquí llega el efecto de la luz del cometa. O la parte por el todo, porque la obra de Cahun es una sinécdoque de los otros destellos que parecen auxiliares, pero que están en el corazón de su existencia: una demora del sentido del ser, cuarteado y desbrozado con todos la simbología posible en sus apuntes literarios, collages de textos, fogonazos y reflexiones sobre el acto de la escritura, la sexualidad, diálogos imaginarios, proclamas libertarias, una “autoficción”, en suma, que ahora salta a la luz de la mano de Wunderkammer con el título Confesiones inconfesas(Aveux non avenus es el título de su primera edición, de 1930), vertida por primera vez al castellano por Cristian Crusat a partir de la edición de 2011 del mejor especialista en su obra, François Leperlier, quien ya en 1992 firmó el ensayo biográfico Claude Cahun, L’écart et la métamorphose (Jean-Michel Place Editions) convenientemente ilustrado, que desató el arrebato de no pocos estudiosos de lo andrógino y lo trans en la obra de esta autora de vena simbolista y óptica surrealista.
La edición del sello gerundense viene debidamente acompañada de una decena de heliograbados realizados por Suzanne Malherbe (Marcel Moore), a partir de las fotografías de Cahun, y todo en ellos es un proceso circular, en esa sabia pasividad que exhibía la que fue su hermanastra y, desde la adolescencia, su “segunda persona”, interlocutora, amante, compañera de vida. Ahora que lo trans se ha convertido en una etiqueta de culto, muy camp, viene bien recordar que entre las muchas aficiones y excentricidades de Cahun (solía retratarse como boxeador, calavera, un córvido, una muñeca japonesa o hecha un ovillo en los estantes de un ropero) estaba la de disfrazarse de aldeano “activista” en la idílica Jersey (isla británica cercana a la costa francesa), donde la pareja se había instalado en 1937 en plena ocupación nazi, y jugarse el pellejo colocando en los coches de patrulla o en sus bolsillos papelitos doblados con una leyenda escrita a mano en alemán: “Vamos a perder. El Soldado Sin Nombre”, para desmoralizar a las tropas.Cahun tardó más de 40 años en ser el personaje conocido que nunca fue en el París de entreguerras. No había puesto mucho empeño en ser artista
Claude Cahun y Marcel Moore fueron apresadas, encerradas en dos calabozos separados y sentenciadas a muerte. Les salvó el desembarco aliado en Normandía. Fueron liberadas del pequeño hospital de la isla, donde habían sido enviadas tras su intento de suicidio. Nunca más se supo de su trabajo fotográfico (no solían mostrar los autorretratos pues eran fruto de sus juegos privados, salvo en las composiciones que usaron para ilustrar sus libros). Había sido decomisado por los nazis, pero no fue destruido: el oficial alemán que abrió por primera vez las cajas que lo conservaban cayó subyugado por lo que ahí vio, enseguida quemó las copias, pero salvó los negativos.
Cahun tardó más de 40 años en ser el personaje conocido que nunca fue en el París de entreguerras. No había puesto mucho empeño en ser artista. Pero consiguió lo único que podía amargar a Breton cuando éste exclamaba: “Ojalá pudiera cambiar su sexo como el que se cambia la camisa”. Para Cahun, “individualismo y narcisismo son la tendencia más fuerte (intentionelle fidelité) de la que soy capaz…”, pero enseguida reconocía que mentía, “(…) me disperso demasiado para eso”. Finalmente, la creencia que mejor la definió era demasiado sensata: “Lo que opino sobre la homosexualidad y los homosexuales es exactamente lo mismo que lo que opino sobre la heterosexualidad y los heterosexuales: todo depende de los individuos y las circunstancias. Yo reclamo una libertad general de comportamiento”.
Confesiones inconfesas
Autora: Claude Cahun. Traducción de Cristian Crusat.
Editorial: Wunderkammer. Colección Áurea. 2021.
Formato: 266 páginas. 21,50 euros.
Fuente: elpais.com