La Ciudad de México, entre sus luces nocturnas y sus sombras alargadas, ocultaba mis secretos más profundos y oscuros. Recuerdo ese atardecer con un matiz naranja que se reflejaba en las ventanas de los edificios aledaños, mientras me encontraba en mi departamento.
Una brisa sutil, casi imperceptible, rozaba mis mejillas y me recordaba que, aunque vivía, ya no sentía igual. En ese momento, empezaba uno de los capítulos más sombríos de mi vida.
La primera vez que probé el cristal, sentí cómo desaparecían de mí la hambre, el sueño… Mi cuerpo se transformó. Me vi a mí mismo atrapado en una sensación de omnipotencia y euforia que rápidamente se convirtió en mi refugio.
La psicosis, el temblor incontrolable y el crujir de mis huesos se volvieron mis compañeros constantes. Cada inhalación, cada pequeña quema, me alejaba más de quien solía ser y me sumergía en un abismo de desesperación y placer contradictorio.
Las calles, que alguna vez recorrí lleno de esperanza, se tornaron en escenarios de peligro y desconfianza. Fue por ello que decidí limitar mis encuentros al refugio de mi hogar. Esa era mi primera regla: “Sólo en casa”.
Aquí, rodeado de paredes familiares, yo podía confiar en aquellos con quienes compartía la pipa. En mi hogar, las luces tenues y la música de fondo creaban un ambiente que, al menos por un momento, hacía olvidar el caos interior que el cristal generaba en mí.
La segunda regla: siempre tenía a mano algo de comida. plátanos, galletas, frutas. Los otros, los que consumían en la calle, tenían sus labios resecos y quemados, y yo no quería ser uno de ellos.
Aunque no lo crean, entre mis pertenencias, además de los antirretrovirales que debía tomar, llevaba mi pequeña farmacia homeopática. Sí, lo sé, puede sonar contradictorio, pero esa era mi forma de intentar minimizar el daño que le estaba causando a mi cuerpo.
Las horas se tornaban eternas. Los días se mezclaban y las noches parecían interminables. El tiempo y el espacio se desvanecían entre los vapores del cristal. Pero, en el fondo, había una parte de mí que intentaba aferrarse a algo de humanidad.
Compartía mis “remedios” con los chicos con quienes consumía. Siempre había esperado que, al compartir estos pequeños recursos, pudiera aliviar, aunque fuera un poco, las aflicciones que veía en sus rostros, rostros que reflejaban el mismo dolor y desesperanza que el mío.
En el silencio de la madrugada, mientras las luces de la ciudad parpadeaban, un pensamiento recurrente cruzaba mi mente: “¿Hasta cuándo?”. Aunque estaba atrapado en ese ciclo destructivo, una pequeña chispa de esperanza aún ardía en mí. Esa esperanza era lo único que me mantenía en pie, en busca de un camino de regreso a la vida que alguna vez conocí.
Tras una intensa travesía en las sombras de la adicción, me he dado cuenta de la importancia de erigirse como un estandarte de valentía y transparencia. Al igual que me levanté con orgullo ante el mundo proclamando que soy puto, quisiera que más personas tuvieran el valor de admitir su consumo sin miedo al estigma.
En esta sociedad, al igual que nos gusta coger, nos gusta meternos cristal en las venas. Pero, más allá del acto, lo esencial es cómo abordamos esta realidad. Es posible que esta elección no se entienda por muchos, pero puede funcionar si somos conscientes y cuidadosos.
No se trata de promover el consumo, sino de aceptar que es una realidad que vive una parte de nuestra comunidad. Al final del día, se trata de salud pública y de generar vínculos comunitarios sólidos. Es hora de tomar las riendas, eliminar los prejuicios y construir políticas públicas que realmente consideren y entiendan al consumidor. Porque cada historia, cada vida, es valiosa. Y yo, Marco, soy testigo de ello.