Por Leah Muñoz
Leah Muñoz es maestra en Filosofía de la Ciencia por la UNAM, doctorante en el mismo posgrado y docente en la Facultad de Química. Es especialista en temas de ciencia, género y cuerpo.
“Este es un espacio para mujeres”. “¡Pero ella es una mujer!”. “No, ella es una mujer que tiene pene”. Este diálogo se escuchó en el Parque Revolución en Guadalajara, México, y se difundió por medio de un video en las redes sociales. Ocurrió en un espacio “separatista” de una colectiva feminista que no permitió la entrada a la pareja conformada por una mujer con discapacidad motriz y una mujer trans, quien le ayudaba a empujar la silla de ruedas.
A este tipo de discriminación hacia personas trans se le llama transfobia y es un acto de odio que va en contra de los derechos humanos. El dirigido hacia las mujeres trans por parte de feministas transexcluyentes se ha vuelto una preocupación más recurrente, por extenderse a ese movimiento conjunto donde históricamente hemos luchado juntas.
A estas alturas, ya no necesitamos escuchar que “se tolera”, “se acepta” o “se reconoce” a esta letra del espectro LGBT+: hace falta posicionarse abiertamente en contra de la transfobia, generar espacios seguros y gritar que las vidas trans importan.
Las personas trans vivimos en una paradoja, pues aunque en algunos escenarios se avanza, se retrocede en otros. En el lado de los avances, estamos en un momento histórico en relación a la visibilidad que hemos adquirido. Hoy es común saber que transes un término paraguas para referirse a distintas experiencias en donde se transgrede el género asignado al nacer, siendo la transexualidad, la transgeneridad y el travestismo distintas instancias de esto. En todos estos casos habría mujeres trans, hombres trans y personas no binarias (que no se asumen dentro del binario hombre-mujer).
Si bien es cierto que en ningún país se han logrado todos los derechos para todas las personas trans, estamos mejor que hace 40 o 50 años. Argentina, por ejemplo, se convirtió en 2012 en el primer país en otorgar el reconocimiento legal a infancias trans sin patologizarlas, y recientemente emitió la Ley de Cupo Laboral Travesti-Trans con la que se pretende garantizar el derecho al trabajo para estas personas. Detrás del país sudamericano, México ha aprobado en al menos 14 entidades el reconocimiento legal de la identidad sin patologización y en cuatro de estas se incluyó a menores de edad. En Estados Unidos, pese a algunos retrocesos legales y que 2021 será el año más mortífero registrado para personas transgénero y no binarias, también se mantienen avances.
En el lado del retroceso, vivimos el efecto de movimientos que relegitiman la transfobia social y generan escenarios de represión que atentan contra estas poblaciones. Y por represión tiene que entenderse todo intento por excluir o anular la existencia de las personas trans, su visibilidad, su voz, su subjetividad y su propia libertad para elegir cómo desean vivir.
Pero, ¿qué es lo que molesta tanto de nuestra existencia? Aunque no hay una respuesta única y absoluta parece que es la transgresión del género asignado al nacer que llevamos a cabo las personas trans, un proceso en el que nuestra forma de vivir el cuerpo —nuestro cuerpo— y habitar el mundo no se ciñe al binarismo de género en donde a un determinado sexo le corresponde un género. Esto motiva el rechazo y el castigo por parte de grupos de ultraderecha, conservadores y feministas transexcluyentes. El deseo de vivir plenamente el cuerpo y la identidad de género es estigmatizado bajo etiquetas como la de una enfermedad mental que es posible curar, o se considera un crimen amenazante que hay que prevenir, ya sea porque atenta contra el orden moral “natural” de género o contra los derechos de las mujeres cisgénero.
Desde este rechazo es que los movimientos antiderechos buscan eliminar e imposibilitar todo aquello que garantiza una vida digna para las personas trans, poniendo en riesgo los medios que permiten la existencia de individuos concretos, pero también de un sujeto que es colectivo. Es justamente la colectividad, el sabernos parte de una comunidad activa, la que también nos dota de pertenencia y fuerza para existir.
La represión que hoy promueven estos movimientos no solo conlleva costos a nivel de derechos sino también al nivel de la salud mental. Los discursos y las muestras públicas de odio transfóbico que vemos, como el del Parque Revolución u otros donde incluso se ha llamado abiertamente a atacar con ácido a mujeres trans, están generado lo que se llama terrorismo estocástico, es decir, el aumento de la probabilidad de que se dé un ataque violento hacia una persona trans como un efecto de dichos discursos. Con esto se corre el riesgo de que se legitimen formas de violencia que anulen de facto los derechos ganados.
No hay que olvidar que entre la diversidad sexual en México las mujeres trans, en particular las trabajadoras sexuales, continúan siendo las víctimas más numerosas de muertes violentas. Letra S documentó que en 2020 hubo 43 transfeminicidios y dos asesinatos de hombres trans, esto es 54.5% del total de crímenes de odio contra la comunidad LGBT+. Por si esta violencia fuera poca, las autoridades han frenado actos de protesta, como sucedió el 20 de noviembre, cuando el gobierno de Ciudad de México reprimió con gases y policías la marcha en conmemoración de la remembranza trans.
Sumado a ello, presenciamos discursos y representaciones que hacen ver a las personas trans como una amenaza para mujeres cisgénero, las infancias y personas gays, lesbianas y bisexuales. Estos pánicos morales apuntan a que se excluya y expulse a las personas trans de los círculos sociales en donde han ido ganando presencia.
En casos más extremos todo esto lleva a que se repriman las vidas trans con los crímenes de odio, o se anula la posibilidad de ser un agente con incidencia política al negarles voz y participación dentro del movimiento feminista y de mujeres, el cual erróneamente ha considerado a las mujeres trans como el enemigo, el “caballo de Troya”, dejando de lado problemas estructurales como los feminicidios, desigualdad salarial, violencia obstétrica, redes de trata y el acceso a derechos sexuales y reproductivos. La consecuencia de todo esto es que se reprime y frustra la posibilidad de tener vidas plenas y dignas.
Ante este escenario, hoy más que nunca es importante hacer un llamado a echar por los suelos el pacto cissexista: esta manera en que una persona que no es necesariamente transfóbica se calla y se vuelve cómplice ante escenarios de violencia y represión transfóbica. Si en el feminismo se demanda romper el pacto patriarcal, desde el transfeminismo conminamos también a la no exclusión ni anulación de un derecho tan básico como es el derecho a la existencia.
Fuente: www.washingtonpost.com